Ante mi recalcitrante escepticismo a la hora de creer en experiencias sobrenaturales o místicas, me espetan que si soy como Santo Tomás, que solo creo en lo que veo. Entonces puntualizo que no:tampoco creo en lo que veo.
De acuerdo, si el semáforo está en verde paso, si está en rojo no paso, es decir, que sí que creo en lo que veo. Pero no creo en lo que veo, ni en lo que oigo no percibo en general, si la experiencia que tengo delante resulta sobrenatural por algún motivo. La razón es tan obvia que da pereza repetirla, pero ahí va:
Para saber una cosa hay que estar seguro de conocer cómo se ha producido, de lo contrario no sé nada, y puedo tomar dos posturas frente a esta ignorancia: admitirla (escepticismo o descreimiento) o sustituirla por un mito o una historia que consuele mi ignorancia.
La otra razón, menos obvia, es que no somos muy poco fiables a la hora de registrar datos de la realidad: no solo nuestros sentidos dejan bastante que desear (mirad las miles de ilusiones ópticas), sino que además nos autoengañamos reinterpretando lo que vemos (mirad los miles de sesgos cognitivos).
Algunos argumentarán, entonces, que si ven un fantasma u oyen una voz, no hay tu tía, no puede ser que haya un sesgo tan poderoso. Los hay. La histeria colectiva, incluso, puede propiciar que un grupo de personas crean haber visto lo mismo, como un ovni, aunque no se haya producido tal fenómeno (o no se haya producido tal y como posteriormente se narra).
También somos víctimas de no pocas alucinaciones. Y para eso no hace falta estar mal de la cabeza. Hay personas que sin ser psicóticas oyen voces: de hecho, entre el 7 y el 15 % de la población ha tenido alguna experiencia similar, y solo una fracción sufre de problemas psiquiátricos. Tal y como explica el neurólogo Dick Swaab en su libro Somos nuestro cerebro:
En las personas sanas el fenómeno de oír voces se inicia a una edad temprana y se dan diversos caos en la misma familia. Los niños descubren bastante tarde que los demás no oyen voces y cuando ya no se atreven a hablar de ello. Algunos sienten mucho apego por sus voces amigas, como la señora que desde los once años oía una voz que la animaba a no tener miedo. (…) Contrariamente a las voces que oyen los pacientes psicóticos, las de las personas sanas suelen ofrecer consejos y ayuda de forma amistosa. (…) Las personas que oyen voces extrañas poseen un hemisferio derecho más activo que las que no experimentan dicho fenómeno. Se ha intentado acallar esas voces con la ayuda de la estimulación magnética transcraneal del área cerebral hiperactiva, pero por ahora ese tratamiento no parece dar más resultado que un placebo.
En resumidas cuentas, desconfiar de lo que vemos y oímos, y sobre todo lo de que ven y oyen los demás, no debería ser una postura escéptica asociada a la ciencia, sino a la vida cotidiana. Eso no significa que dudemos de todo. Si no que creamos en ello con reservas. Que no nos sorprenda descubrir más tarde que nos han mentido, o que nos hemos autoengañado. O que no tenemos ni idea de casi nada.
En definitiva, que tengamos cuidado a la hora de emitir juicios sobre cualquier cosa. Recordad la película Doce hombres sin piedad. Y frente a cualquier cuestión que parece violar las leyes de la física, levantad los hombros, decid no lo sé, dudad, e investigad con la misma minuciosidad con la que lo haríais al comprar un coche de segunda mano.
Fuente: www.xatakaciencia.com
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